¿Cuál es el problema de los católicos con el fin del mundo?
Hace pocos años, a fines de noviembre, vi que un cardenal se “disculpaba” en las redes sociales por el hecho de que las lecturas bíblicas de la última semana del Tiempo Ordinario mencionan demasiado el fin del mundo y sus catástrofes. Escuché en otra ocasión a un sacerdote, ortodoxo en su doctrina y muy buen predicador, decir que las palabras de Jesús en Marcos 13 sobre las estrellas que caen del cielo y los poderes celestiales que se conmueven se refieren a los ídolos que deben caer en nuestra vida, pues los pueblos antiguos idolatraban a los astros. Y así también oigo repetidas veces a sacerdotes, obispos y hasta papas remitir todo lo que dice Jesús sobre su venida y la necesidad de estar preparados, al momento en que cada uno de nosotros sea llamado por Dios al morir.
Está muy bien que veamos la importancia de prepararnos para la muerte, y de estar en gracia de Dios para ese paso definitivo; pero de lo que Jesús habla no es de eso, sino de su venida final como acontecimiento universal. Es demasiado fuerte la tendencia individualista y subjetivista de nuestra época a referirlo todo al individuo, a lo que me va a pasar a mí y a cómo lo voy a experimentar, y a rehuir el aspecto “público y notorio” de las intervenciones directas y personales de Dios en la historia. (Entre los católicos de habla hispana ese subjetivismo se refleja por ejemplo en la versión tradicional del Padrenuestro, cuando se dice “venga a nosotros tu Reino”. Eso de “a nosotros” no está en el texto griego del evangelio, y ni siquiera en la forma de esta oración en latín. Lo que Jesús nos enseña a decir es solo “venga tu Reino”, y es porque lo que quiere que anhelemos es la venida final, universal y objetiva del Reino de Dios, y no simplemente una experiencia subjetiva de esa realidad.)
Está muy bien que examinemos nuestra vida a ver si hay en ella falsos dioses de los que debamos despojarnos y que deben ser derrotados y, en ese sentido, “caer”. Pero en el discurso escatológico (Mateo 24, Marcos 13, Lucas 21) no es de eso de lo que está hablando Jesús. Jesús habla, fuera de toda duda, de acontecimientos cósmicos en que se manifestará el señorío de Dios, su juicio sobre la humanidad y el establecimiento definitivo de su Reino eterno.
La homilía del sacerdote sobre los ídolos que caen, al igual que las alusiones de tantos otros clérigos a nuestra propia muerte como la “venida” del Señor para la que tenemos que prepararnos, tienen elementos de verdad y nos hacen un llamado importante para nuestra vida cristiana. Pero tanto esos dos ejemplos como el del cardenal que se disculpa son formas, quizás elegantes, en que algunos católicos de hoy (y especialmente, me parece a mí, algunos clérigos) están evadiendo el tema del fin del mundo y de las cosas que Jesús anuncia para ese acontecimiento último. Tal parece que sienten el deber de explicar de tal modo las advertencias de Jesús, que en realidad las vacían de su contenido o les retuercen el sentido. Les da miedo hablar de eso y tomarlo en su sentido directo, probablemente porque choca con la mentalidad moderna — supuestamente “científica” — en la que no encuentran cabida cosas como señales divinas en la luna y en el sol, descompensaciones cósmicas y predicciones fabulosas como la de la venida personal de Jesucristo.
La mentalidad moderna y postmoderna, a la que a fin de cuentas muchos cristianos parecen querer complacer, indica que Dios, si es que existe, no interviene personalmente en la historia; que el mundo no se va a acabar nunca, a menos que administremos demasiado mal el cambio climático o que nos toque la mala suerte de un gran meteorito que destruye nuestro planeta; y que la humanidad continuará avanzando y progresando indefinidamente, tanto en lo tecnológico como en lo social y en los demás campos de la civilización: es el mito del progreso, vigente en Occidente desde la época de la Ilustración… Y frente a todo eso, muchos cristianos (y, no sé por qué, especialmente muchos católicos) se sienten incómodos y hasta avergonzados por ciertas palabras de Jesús y los apóstoles que suenan demasiado primitivas, demasiado ingenuas, hasta folclóricas o mágicas si se quiere…
En la época en que vivimos, nadie quiere que lo clasifiquen como “fundamentalista”. Quizás por eso algunos buenos cristianos rehúyen decir (o incluso creer) las cosas con la claridad y sencillez con que las dijo Jesús. Cuando Jesús, recurriendo a veces a expresiones de los profetas, habla de trastornos de la naturaleza (como el sol que se oscurece o las estrellas que caen) tal vez no esté diciendo que van a ocurrir literalmente esas cosas; pero sí está diciendo que la misma creación que nos rodea (la geografía, la atmósfera y hasta los cuerpos que vemos en el cielo) pueden llegar a conmocionarse, a descompensarse (al menos a nuestra vista), y que eso puede ser parte de lo que Dios hace para llamar a la humanidad a la conversión. ¿No estamos viendo, precisamente en nuestros tiempos, cómo las acciones humanas pueden tener graves consecuencias sobre el medio ambiente y sobre el planeta entero? ¿No nos ha tocado ver incluso cómo la contaminación del aire puede oscurecer regiones enteras, cómo se contaminan los ríos y los mares por los desechos industriales y comerciales, y cómo los accidentes de plantas nucleares provocan grandes desastres ecológicos y humanos?
Hay cristianos, sobre todo entre los que se las dan de saber mucho de teología o crítica bíblica, que alegan la famosa (y frecuentemente mal comprendida) cuestión de los “géneros literarios” para desautorizar la Palabra de Dios. Dicen, por ejemplo, que los mencionados discursos escatológicos de Jesús usan figuras e imágenes del “género apocalíptico” que no se deben tomar al pie de la letra. Mi experiencia me indica que muchos de los que tanto esgrimen eso de los géneros literarios quizás han leído a algunos teólogos liberales de alto vuelo, pero saben muy poco de literatura. En las parábolas, Jesús sí está usando un género literario especial (precisamente el de la parábola o, si se quiere, la fábula). Al hablar de su venida final incluye en su discurso la parábola de la higuera (ver Mt 24:32ss; Lc 21:29–31), pero el resto del discurso no es apocalíptico ni parabólico; son advertencias proféticas y llamados a la perseverancia y a la fe, y anuncios de cómo será su venida gloriosa. Y la mayor parte de los cuatro Evangelios (que se podría afirmar que constituyen un género literario en sí mismos, junto con los Hechos de los Apóstoles) no son un género literario apocalíptico ni figurativo, sino una narración testimonial que, si bien no se ajusta estrictamente a los criterios modernos de la historiografía, sí relata hechos históricos en un estilo similar al que se podría encontrar, por ejemplo, en los testimonios de un proceso judicial. Todos podemos ver que en ciertos pasajes Jesús recurre a figuras o hipérboles, pero eso no debilita la literalidad de los puntos centrales que él quiere enfatizar.
Si nos fijamos, por ejemplo, en el discurso escatológico en Lucas 21:5–36 (sin entrar en la cuestión de que parece haber aquí una mezcla de dichos de Jesús acerca de la destrucción de Jerusalén con dichos referentes a su segunda venida y al fin del mundo), vemos que en efecto se mencionan, sin definirlas, “cosas espantosas y grandes señales del cielo” (v. 11b; también v. 25) junto con fenómenos naturales que conocemos bien (“terremotos, hambre y epidemias”, v. 11a) y trastornos sociales (“nación contra nación y reino contra reino”, v. 10). Eso no tiene nada de increíble ni de fabuloso; todas son cosas perfectamente posibles, como lo demuestra la historia y nuestra propia experiencia. Lo principal del discurso, sin embargo, se dedica a hacer advertencias espirituales: cómo no asustarse ante esas calamidades y disturbios, cómo confiar en Dios en medio de la persecución, cómo afrontar la división y la traición de personas cercanas, cómo no dejarse engañar por los falsos profetas, cómo no dejarse debilitar por la preocupación ni por los vicios, y por ende, lo más importante: cómo estar preparados para la venida final de Cristo y así poder “presentarse delante de él” (v. 36).
Me llaman la atención unas palabras de Jesús en Lucas 21: “En la tierra, las naciones estarán angustiadas y perplejas por el bramido y la agitación del mar” (v. 25). Podría estar diciendo que la gente va a tener miedo incluso de algo tan normal como el bramido del mar y de las olas (y tener miedo de lo que es normal es ya algo grave); pero también podría estar refiriéndose a un “bramido y agitación” extraordinarios, de grandes proporciones. Recuerdo el tsunami que hubo en Indonesia en el 2004, y los trágicos tsunamis en años siguientes en Japón y en Chile: ¿no es cierto que provocaron gran temor, sobre todo porque las comunicaciones modernas hacían que el mundo entero estuviera al tanto al instante?
Pero, precisamente en el contexto inmediato de esas palabras (vv. 25–28), al anunciar la angustia y el terror de los pueblos que no conocen a Dios, se nos da a los cristianos el feliz anuncio que debe marcar nuestra actitud: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con poder y gran gloria. Cuando comiencen a suceder estas cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza, porque se acerca su redención” (Lc 21:27–28). Nada que temer, nada que rehuir, nada que disimular: ¡queremos que Jesús vuelva, y que vuelva pronto! ¡Anhelamos su venida gloriosa, que es nuestra dichosa esperanza! Y esas mismas cosas que aterrorizan a la gente del mundo, a nosotros deben hacernos “cobrar ánimo y levantar la cabeza”, porque son la señal de que aquello que tanto anhelamos está a punto de llegar.