¿Cómo nos imaginamos Pentecostés?
«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.» (Hechos 2:1–4)
Tenemos ese relato de Lucas, el autor de los Hechos de los Apóstoles (quien, según sabemos por Lc 1:3, investigó cuidadosamente todos los acontecimientos que narra). Además de esa narración, todos hemos visto diversos cuadros, y de distintas épocas, que buscan representar la escena.
De esos cuadros, quizá los menos conocidos en Occidente son los iconos griegos o rusos de Pentecostés, los cuales siguen un patrón establecido por las reglas de la iconografía y, por lo tanto, son todos muy similares. Lo que tal vez nos cuesta entender a los occidentales es que los iconos orientales no pretenden hacer una representación realista; no son retratos, sino que se proponen transmitir ciertas realidades espirituales por medio de esos cánones artísticos convencionales. Es por eso que los comentarios críticos que aquí hago casi no se aplican a estos iconos. El icono clásico de Pentecostés presenta a los doce apóstoles (el duodécimo es, por supuesto, Matías) “sentados”, como dice el pasaje, en una especie de banca semicircular, con las lenguas de fuego sobre sus cabezas, y con otros símbolos que representan la luz del Espíritu y el mundo al cual han de llevar el Evangelio. Los occidentales católicos notarán de inmediato la ausencia de la Virgen María, que en los cuadros católicos siempre se halla presente.
Las representaciones occidentales católicas, que no siguen regla alguna más que la imaginación del pintor y su intento de remitir al relato bíblico, por lo general presentan también a los doce apóstoles, en diversas posturas y actitudes y con las lenguas de fuego, pero invariablemente con la Virgen María que por lo general colocan en el centro del grupo y a veces como en un nivel superior.
Una representación diferente que vi hace como un año no era un cuadro, sino una película, parte de una serie que entiendo es de origen católico y que — se supone — busca ser fiel al relato bíblico. En ella los apóstoles están reunidos en una sala, creo que de pie, acompañados de la Virgen María y de María Magdalena — personaje al que la serie da mucha relevancia — . Siguiendo lo que se dice en el primer capítulo de los Hechos, de que estaban reunidos en oración, aquí los apóstoles están orando, o más bien rezando… en una incesante repetición del Padrenuestro. (Según los creadores de esa película, la única oración que los primeros cristianos decían era el Padrenuestro, y orar mucho quería decir repetirlo una y otra vez, como una especie de “rosario pre-mariano”.) Un interesante efecto especial (probablemente el único mérito de esta representación fílmica) hace aparecer las lenguas de fuego sobre ellos… y de inmediato ellos salen de la casa, dispersándose cada uno por su camino, y se ponen a hablarle a la gente que se encuentran por la calle, en diferentes idiomas…
Pues bien. Ya quien lea habrá notado que, en mi opinión, esa representación fílmica es la que considero peor de todas. Pero no voy a analizarla en sí misma; lo que voy a hacer es tomar el pasaje de Hechos en su contexto, y derivar de allí varios detalles que a mí me ayudan a hacerme una imagen mental del acontecimiento de Pentecostés. De rebote irán brotando las críticas tanto a las representaciones pictóricas occidentales como a la mencionada representación cinematográfica.
Mi tesis principal es que el relato de los Hechos, sobre todo si se considera en su contexto literario y cultural, es suficientemente claro y rico en detalles como para permitirle a uno formarse una imagen mental del primer Pentecostés, y que si los pintores y cineastas simplemente se ajustaran a ese relato, las obras resultantes serían muy diferentes de las que tenemos.
Para captar bien el pasaje de Hechos 2:1–4, arriba transcrito, tenemos que considerar ante todo el contenido del capítulo 1 de los Hechos. Ese capítulo se puede dividir en tres secciones: (a) vv. 1–11: relato de la Ascensión de Jesús, que incluye referencias a las apariciones del Resucitado en esos cuarenta días, su promesa del Espíritu Santo y la versión lucana del mandato misionero; (b) vv. 12–14: breve descripción de lo que hicieron los apóstoles después de la Ascensión, y de sus días de oración junto con varias mujeres y otros discípulos de Jesús; y (c) vv. 15–26: relato de la elección de Matías para completar el número de los doce apóstoles.
Hay algunos detalles interesantes que se desprenden especialmente de las mencionadas secciones segunda y tercera de ese primer capítulo. El primero de ellos es que, inmediatamente después de la Ascensión, dice (1:13) que los que llegaron al “aposento alto” donde se alojaban eran los once apóstoles, y que allí “todos estos perseveraban con un mismo espíritu en la oración con las mujeres y [con] María la madre de Jesús y [con] los hermanos de él” (1:14, trad. literal). El “aposento alto” era presumiblemente el mismo donde Jesús había celebrado la última cena, y tenía que ser una sala bastante espaciosa como para dar cabida a un grupo grande de personas. Cierto es que el v. 13 menciona por nombre a los once, y luego dice que estaban con “las mujeres” (lo cual puede referirse, al menos en parte, a las esposas de aquellos del grupo que eran casados; y/o también, a las numerosas mujeres que según Lucas 8:2–3; 23:49, 55 habían acompañado a Jesús desde Galilea), y específicamente con “María, la madre de Jesús”. Este modo de referirse a María ciertamente le reconoce especial importancia, pues no la incluye sin más entre “las mujeres” sino que la destaca. Luego añade que también estaban en el grupo “los hermanos de él”: aunque no entremos aquí a considerar cuál era exactamente su lazo familiar con Jesús, el hecho es que había en el grupo algunos otros hombres además de los apóstoles.
Dice además ese versículo 14 que “perseveraban… en la oración”. Es decir, oraban juntos como grupo. Probablemente no quiere decir que pasaran todo el tiempo orando, pues al menos comían, dormían, tenían que comprar alimentos, y sin duda algunos acudían al Templo a ciertas horas del día. Pero sí significa que con regularidad y con constancia oraban juntos y “en un mismo espíritu”. ¿Qué hacían o qué decían al orar? Eran todos judíos; muy posiblemente rezaban los Salmos y otros pasajes bíblicos. Además eran discípulos de Jesús, así que es probable que en efecto dijeran el Padrenuestro tal como lo habían escuchado de labios del propio Jesús. Pero, con toda probabilidad, no se ponían a repetir el Padrenuestro como si fuera una fórmula mecánica o mágica. Sin duda tenían oraciones espontáneas que alguno o algunos de los apóstoles elevaban, tal como lo vemos en el mismo capítulo 1 de Hechos (vv. 24–25), antes de la elección de Matías; y también más adelante, en 4:24–30, cuando oran ante la persecución. Así que probablemente en sus oraciones espontáneas pedían a Dios que cumpliera lo que Jesús les había prometido: la venida del Espíritu Santo, que los iba a “bautizar” y llenar de poder para la misión (cf. 1:4–5, 8). Ciertamente las oraciones se hacían en voz alta; y cuando incluían los Salmos, estos se cantaban o se susurraban con un cierto nivel de bullicio. La oración de aquel primer grupo cristiano ciertamente no era una oración silenciosa ni puramente interior.
Después, precisamente al narrar la elección de Matías para el número de los apóstoles, dice en 1:15 que Pedro “se puso de pie en medio de los hermanos, que eran un grupo [lit. ‘un gentío’] en el mismo lugar como de ciento veinte personas [lit. ‘nombres’]”. ¿Estaban los ciento veinte reunidos en el mismo “aposento alto”? No lo especifica, pero es de suponer que sí, pues dice “en el mismo lugar” (o “en un mismo lugar”). Ahora bien, los “ciento veinte” podrían ser solo los hombres, puesto que la asamblea era para tomar una decisión (a quién nombrar para sustituir a Judas Iscariote); y se consideraba en aquella época que el varón, como jefe de familia, bastaba para representar a su núcleo familiar; no porque se despreciara a las mujeres, sino porque así se entendía constituido el grupo social. Si tal fuera el caso, en realidad eran mucho más de ciento veinte al contar a las mujeres; pero si no, eran al menos ciento veinte.
Y muy poco después, al comenzar el capítulo 2, dice el versículo 1 que “al llegar el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar”. (Pentecostés era el nombre griego de la festividad judía de las Semanas [heb. Shavuot], que aún hoy se celebra cincuenta días después de la Pascua.) Nos dice que allí estaban “todos”. ¿Quiénes son “todos”? Pues lo más razonable es que se refiera a todo el grupo de los ciento veinte, que es el número que más recientemente se ha mencionado, pero incluyendo sin duda a “las mujeres y María la madre de Jesús”, ya que se trata de los que habían “perseverado en oración” a la espera del cumplimiento de la promesa de Jesús. Y estaban “en el mismo lugar” o “en un mismo lugar” (la expresión griega podría significar también “con un mismo propósito”, pero ello es poco probable porque es la misma expresión usada antes en 1:15, donde claramente hace referencia al lugar donde se encontraban). ¿Cuál era ese lugar? ¿El aposento alto? Probablemente sí; y si tal fue el caso, tiene que haber sido entonces una sala bien amplia.
Con toda esta información se nos va aclarando un panorama (o, como dirían hoy, un “escenario”) de quiénes eran y cómo estaban esos “todos” sobre los que descendió el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Podemos imaginarnos primero un salón amplio y grande, en una casa de un discípulo de buena posición (el mismo individuo donde Jesús había encargado a sus discípulos preparar la cena de Pascua). ¿Sería acaso la casa de María la madre de Juan Marcos, que más adelante en los Hechos se menciona como lugar de reunión de los cristianos de Jerusalén? Es posible. En todo caso, el v. 2 dice que la ráfaga de viento del Espíritu “llenó toda la casa” y no solo la sala superior.
Y allí estaban reunidos los ciento veinte o más, el grupo inicial de los discípulos de Jesús, que incluía, claro, a los Doce, pero también a los “setenta y dos” de entre quienes se había postulado a Matías y a José Barsabás como posibles sustitutos de Judas (1:23); y a “las mujeres” — que no sabemos cuántas eran — , y de modo especial a María la madre de Jesús, y también los “hermanos” de Jesús. Ese fue el grupo sobre el que descendió el Espíritu Santo; esa fue la Iglesia naciente. No eran solo los apóstoles. Y no era la Virgen María la única mujer, sino que había otras, probablemente muchas.
El texto del v. 2 dice literalmente que “estaban sentados”; pero eso no necesariamente indica que esa fuera la postura corporal: puede significar simplemente que estaban reunidos. En todo caso, estaban en oración. (Si habían dicho el Padrenuestro, no creo que lo hayan dicho más de una vez. Ya desde los inicios el culto cristiano del día del Señor incluía, como hoy, el rezo conjunto de la Oración del Señor, pero una sola vez.) Lo más probable es que, tratándose de un grupo mixto, los varones estuvieran todos en un lado o sección del salón, y las mujeres en otro, como era y sigue siendo la costumbre judía y lo fue por varios siglos también entre los cristianos. ¿María la Virgen estaría sentada al frente o al centro o en un asiento especial? Claro que no: la reunión era presidida por los apóstoles, probablemente por Pedro; ella estaba con las demás mujeres. El pasaje de 1:14 nos da a entender que a ella se la honraba de un modo especial, pero sin duda eso no le daba ningún papel directivo en la comunidad.
Entonces ya tenemos varios datos del escenario: un salón amplio con un grupo grande de al menos ciento veinte personas; todos en oración con cierto bullicio o susurro; los hombres de un lado y las mujeres de otro, y entre ellas María; Pedro y los apóstoles presidiendo la asamblea, cerca de las nueve de la mañana (la “hora tercia”, Hechos 2:15), que era una de las horas de oración entre los judíos (cuando en el Templo se ofrecía el sacrificio matutino). Y en medio de ese bullicio de oración, “de repente se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente” (v. 2): es decir, al bullicio de la oración se superpuso un verdadero estruendo de quién sabe cuántos decibeles. Y fue entonces cuando todos pudieron ver las llamas o “lenguas” de fuego que se posaban sobre las cabezas de todos los demás en el salón. Y entonces “se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas” (o “en diferentes lenguas”), según el v. 4.
El ruido del Espíritu y lo que los presentes decían en diferentes lenguas tuvo que ser suficientemente fuerte como para producir una reacción de curiosidad entre quienes estaban en las calles vecinas (los judíos de la diáspora que habían venido a Jerusalén para la fiesta de Pentecostés): dice el v. 6 que “al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua”. ¿Y qué era lo que decían? “¡Todos por igual los oímos proclamar en nuestra propia lengua las maravillas de Dios!” (2:11, NVI). Es decir, estaban expresando en voz alta su alabanza a Dios, y lo hacían en idiomas que no eran el arameo o hebreo sino las lenguas de los países de donde procedían aquellos peregrinos. (Lo cual indica que probablemente no se trataba del don de “hablar en lenguas” que se describe en 1 Corintios 12:10, sino de idiomas humanos. Pero eso es otro asunto.)
Ya con eso se nos va completando el panorama. No solo era un grupo grande de hombres y mujeres que estaba en oración, presidido por los apóstoles, sino que fue un acontecimiento bastante ruidoso, capaz de convocar a una multitud de gente que andaba por la vecindad. Y fue al llegar el gentío que los cristianos vieron necesario salir para darles una explicación, de la cual se encargó Pedro con su famoso (e improvisado) sermón de aquel día. Fue una proclamación de la buena noticia de Jesús, muerto, resucitado y glorificado, que había derramado sobre los suyos el poder del Espíritu Santo y lo había puesto al alcance de todos los seres humanos a partir de ese momento.
La escena queda entonces muy distante de las representaciones pictóricas que de ella se han hecho, y también, ciertamente, de su desafortunada versión fílmica. Cuanto más repaso y contemplo el relato de Hechos 2, más me convenzo de que quienes en los siglos XX y XXI hemos experimentado y participado del movimiento pentecostal o carismático somos los que podemos identificarnos más fácilmente con lo que aconteció aquel día. No fue una silenciosa experiencia interior y mística de un grupito de doce apóstoles en torno a la Virgen María: a lo que más se pareció fue, con toda probabilidad, a esas potentes y bulliciosas asambleas de oración que nosotros conocemos.
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