¿Día de ira o dichosa esperanza?
Históricamente, cuando los cristianos se han puesto a pensar en el fin del mundo, en el último día y el juicio final, lo han hecho de dos formas muy diferentes, casi contradictorias. Una de ellas la vemos representada en el himno medieval Dies irae, que más adelante se cita y se comenta: se caracteriza por las imágenes de terror y espanto ante el Juicio final. La otra podríamos indicarla por unas palabras de la carta de Pablo a Tito (2:13), que consideran el día final como una “dichosa esperanza”, es decir, algo que esperamos con gran alegría y felicidad, pues consiste en “la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo”. Esos dos modos de considerar el fin de los tiempos corresponden, me parece a mí, a dos actitudes muy diferentes ante el hecho de la salvación, la relación con Dios y la vida entera del cristiano y de la Iglesia.
Hay una imagen gráfica tremendamente elocuente que nos pinta todo el contenido del himno Dies irae, y que convendrá tener en mente mientras describimos y analizamos dicho himno. Me refiero al fresco de Miguel Ángel El Juicio final, que está en el ábside de la Capilla Sixtina. Vemos allí a Jesús como “El Juez temible” que con un gesto drástico separa a los justos de los impíos; vemos a los justos en la gloria, y a los impíos sufriendo indecibles tormentos en el infierno. Esas son las imágenes que tenemos que preparar en la cabeza para poder entender el Dies irae.
Esas imágenes gráficas podemos acompañarlas de imágenes musicales, y el efecto se realzará muchísimo. El Dies irae, como himno medieval, tiene sus propias notas de canto gregoriano; pero también, por ser parte de la antigua misa de difuntos, está incluido en todas aquellas composiciones musicales más modernas que llevan el nombre de “Réquiem” (primera palabra, esta, del introito de la misa de difuntos). Más aún, hay que decir que en todo “Réquiem”, el largo texto del Dies irae se lleva la mayor parte de lo que se canta. Entre esas obras musicales, el Réquiem de Mozart entona el Dies irae con especial intensidad, transmitiendo ese espíritu de que se trata de algo tremendo.
El himno Dies irae fue compuesto hacia el siglo XII. Por mucho tiempo se atribuyó al franciscano Tomás de Celano (1200–1260), que fue uno de los biógrafos de san Francisco; pero ahora “se sabe” que es anterior a él… lo que no se sabe es quién lo compuso ni exactamente cuándo. Su carácter es de una secuencia. Las secuencias son himnos en verso, rimados, que se cantan antes del Evangelio en ciertas ocasiones especiales: son muy famosas, por ejemplo, las secuencias de Pascua y de Pentecostés, que en la liturgia católica actual se siguen usando, aunque con frecuencia sean solo recitadas en vez de cantadas. Pues bien, el Dies irae se usaba como secuencia para la misa de difuntos en el rito latino antes del Concilio Vaticano II, misa esa que, como anotamos antes, se conocía como “Réquiem” por ser esta la primera palabra de su “introito” (lo que hoy llamaríamos antífona de entrada), que comienza diciendo: Requiem aeternam dona eis, Domine (“Dales, Señor, el descanso eterno”). La reforma litúrgica iniciada por el Concilio Vaticano II suprimió esta secuencia; lo más probable es que tal supresión se haya debido, precisamente, al “cambio de actitud espiritual” ante la futura venida del Señor, cambio al cual me referiré más adelante.
Sin duda el Dies irae es producto de su época, y de una actitud espiritual que ya venía de varios siglos atrás en la Edad Media. No es que su autor de algún modo “inventara” esa actitud; más bien la reflejó en su composición. Pero fijémonos en que anteriormente he mencionado otras dos composiciones artísticas de épocas posteriores y muy diferentes: el Juicio final de Miguel Ángel, concluido en 1541; y el Réquiem de Mozart, inconcluso, pero compuesto en 1791. Si la obra de Mozart es el Dies irae orquestado, la de Miguel Ángel es el Dies irae en imágenes gráficas. Esto nos muestra que la “actitud espiritual” del himno que nos ocupa se imprimió fuertemente en la postura mental, litúrgica y artística de Occidente por los siglos que siguieron y, habría que decir, hasta tiempos del mismo Concilio Vaticano II.
Como no es del caso transcribir aquí todo el texto latino del himno mencionado, me limito a citar en latín su primera estrofa, seguida de una traducción bastante literal (que hice yo mismo) del himno completo al español, que no intenté adaptar a la métrica castellana. El himno comienza así:
Dies irae, dies illa
solvet saec’lum in favilla:
teste David cum Sibylla.
Y la traducción al español de esa estrofa y de todas las restantes (19 en total) es como sigue:
El día de ira, el día aquel, | reducirá el mundo al polvo; | así lo atestiguan David y la Sibila.
¡Qué terror el que habrá entonces, | cuando ha de venir el Juez | a examinar todo rigurosamente!
La trompeta, esparciendo su estruendo | por los sepulcros de todos los países, | reunirá a todos ante el trono.
La muerte y la naturaleza quedarán pasmadas | cuando resucite la criatura | para dar cuentas a su Juez.
El libro escrito será presentado | en el cual se contiene todo | respecto a lo cual será juzgado el mundo.
Cuando entonces el Juez se siente, | todo lo escondido se hará patente; | nada quedará impune.
¿Qué diré entonces, pobre de mí? | ¿A cuál protector invocaré, | cuando hasta el justo estará inquieto?
¡Oh Rey de tremenda majestad | que salvas gratis a los que has de salvar, | sálvame a mí, oh fuente de piedad!
Acuérdate, oh piadoso Jesús, | que yo soy causa de tu venida a la tierra: | no dejes que me pierda en aquel día.
Por buscarme, te sentaste fatigado; | me redimiste padeciendo la Cruz; | ¡que tamaño trabajo no sea en vano!
Oh Juez justo que castigas, | hazme gracia de tu perdón | antes del día del ajuste de cuentas.
Gimo como un culpable, | mi rostro se sonroja por la culpa; | apiádate, oh Dios, del que te suplica.
Tú que absolviste a la Magdalena | y escuchaste al ladrón, | también a mí me has dado esperanza.
Mis plegarias no son dignas, | pero tú que eres bueno, trátame bien; | que no me queme en el fuego eterno.
Concédeme un lugar entre las ovejas | y sepárame de los machos cabríos, | colocándome a tu lado derecho.
Cuando hayas derrotado a los malditos | y los hayas entregado a las llamas crueles, | llámame a mí con los bienaventurados.
Te ruego suplicante y postrado, | el corazón contrito como ceniza; | cuídame en mi hora última.
¡Oh día aquel lleno de lágrimas | cuando resucitará del polvo | el hombre culpable para ser juzgado!
De él apiádate, oh Dios: | oh Señor Jesús piadoso, | dales el descanso. Amén.
Ciertamente el himno en cuestión está repleto de reminiscencias bíblicas, sobre todo del Antiguo Testamento. La expresión misma “día de ira” se encuentra en Sofonías 1:15, en un pasaje que anuncia precisamente el “día del Señor” como día en que Dios ejecutará su juicio contra sus enemigos. Tanto ese pasaje de Sofonías, como varias líneas del libro de Joel y diversos pasajes en otros de los Profetas anuncian, en efecto, la llegada de un día en que ocurrirán cosas terribles, a las cuales hay que temer porque son el juicio de Dios. En el Nuevo Testamento, tanto el libro del Apocalipsis como los discursos escatológicos de Jesús en los Evangelios sinópticos (Mateo 24, Marcos 13, Lucas 21) hablan de cataclismos y desastres como expresión de ese juicio final. También pasajes como 2 Pedro 3:10 describen esa disolución universal.
Sin embargo, lo que se suele pasar por alto es que quienes deben temer ese juicio son los enemigos de Dios y de su pueblo, no sus fieles. Se trata de un juicio, no tanto en el sentido de un “proceso judicial para determinar quién es culpable y quién es inocente”, sino en el sentido de un juicio o sentencia que se ejecuta porque ya anteriormente se había emitido sentencia. Por eso los amigos de Dios, los cristianos, el pueblo santo, aguardan más bien ese día con anhelo y con gozo, porque será el día en que por fin se les hará justicia y alcanzarán, mediante la resurrección, la plenitud de la redención que esperaban. Lo vemos así cerca del final del discurso escatológico de Jesús en Lucas 21:25–28:
Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de la gente, trastornada por el estruendo del mar y de las olas. Los hombres se quedarán sin aliento por el terror y la ansiedad ante las cosas que se abatirán sobre el mundo, porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza, porque se acerca su redención.
Los hombres que no conocen a Dios se angustiarán ante tales portentos y tendrán gran temor. En cambio los seguidores de Jesús — el Hijo del hombre — , al ver que “empiezan a suceder estas cosas”, se animarán y se alegrarán porque están confiados en que Jesús, cuando venga de nuevo “con gran poder y gloria”. llegará precisamente para llevar a plenitud su obra redentora y establecer en forma completa y definitiva el Reino eterno de Dios del que ellos formarán parte.
Es por eso que en todo el Nuevo Testamento la segunda venida de Cristo se presenta para los cristianos como un hecho gozoso, como la victoria final de Dios y de su pueblo sobre todas las fuerzas de maldad. El Apocalipsis, si se lee con frescura y con fe, es un libro de esperanza y de dicha, que celebra con cánticos triunfales esa gran victoria de Dios y de su pueblo para culminar con el establecimiento de la Nueva Jerusalén, en los nuevos cielos y la nueva tierra. En las epístolas de Pablo y de los otros autores encontramos también esa anhelante y gozosa esperanza por la venida final de Cristo. Él es ciertamente el Juez de todos, pero para los suyos esa función de Juez la ejerce no sometiéndolos a juicio sino más bien haciéndoles justicia frente a sus perseguidores y sus enemigos: se manifiesta, entonces, como su Redentor y libertador, que abre para ellos las puertas del cumplimiento definitivo de todas las promesas de Dios. Esa perspectiva de gozo ante la venida final de Cristo se recoge de modo excelente en un texto de la carta a Tito, que se mencionaba al inicio de este ensayo:
Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, rectitud y piedad en el tiempo presente, mientras aguardamos la dichosa esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo. (Tito 2:11–13)
La venida final de Cristo es entonces su “manifestación gloriosa”, y puesto que él es “el gran Dios y Salvador nuestro”, esa venida constituye para nosotros una “dichosa esperanza”, algo que aguardamos llenos de anhelo y de alegría.
Esa perspectiva de gozo ante la segunda venida de Cristo y el juicio final parece haber prevalecido no solo entre los cristianos del tiempo apostólico, sino a lo largo de los primeros tres o cuatro siglos del cristianismo. Es cierto que los pastores de la Iglesia advertían con frecuencia a los fieles sobre el juicio venidero, pero lo hacían ante todo como un estímulo a la vida de santidad y a apartarse de toda forma de pecado; no como una simple predicción de calamidades espantosas como si estas aguardaran a los cristianos. Por eso, tales advertencias iban acompañadas de la certeza de que la futura venida de Cristo era motivo de gran gozo para todos los cristianos.
Sería tema de largos razonamientos explorar cómo y por qué esa actitud de los cristianos fue cambiando para convertirse cada vez más en una sensación de temor. En todo caso, no sería de extrañar que al volverse más masiva la entrada de nuevos miembros a la Iglesia a partir del siglo IV — cuando la fe cristiana fue aceptada en el Imperio y dejó de ser activamente perseguida — se fuera asentando también un cierto relajamiento en el fervor de muchos, ya fuera porque su conversión no era muy profunda o simplemente porque se hacía más fácil acomodarse al modo de vida del resto de la sociedad. De hecho, ese relajamiento fue sin duda una de las principales motivaciones para que surgiera en ese mismo siglo el movimiento ascético o monástico, como un llamado a renovar la auténtica vida cristiana mediante un fuerte compromiso evangélico.
En ese ámbito de relajamiento y tibieza para muchos cristianos se hacía más necesaria la continua advertencia contra el pecado y la mención del juicio venidero contra los pecadores. Ya a principios del siglo V encontramos en san Agustín la siguiente reflexión:
¿Qué clase de amor a Cristo es el de aquel que teme su venida? ¿No nos da vergüenza, hermanos? Lo amamos y, sin embargo, tememos su venida. ¿De verdad lo amamos? ¿No será más bien que amamos nuestros pecados? Odiemos el pecado, y amemos al que ha de venir a castigar el pecado. (Comentario sobre el Salmo 96, 14–15)
No es sorprendente, entonces, que a lo largo de la Edad Media — cuyo comienzo ubicamos poco después de san Agustín — se fuera acentuando esa actitud espiritual, ese énfasis en los aspectos “terribles” de la venida de Cristo y del Juicio final, que infundían gran temor en una mayoría de la población cristiana. Y, como decíamos al principio, esa actitud espiritual de temor ante el Juicio se fue arraigando y prevaleció más allá de la Edad Media hasta llegar a nuestros días. En efecto, hoy día, fuera del ámbito cristiano, casi cualquier persona a quien uno le mencione conceptos como “fin del mundo”, “Juicio final” y “Apocalipsis” reaccionará con una incómoda manifestación de espanto.
Pero paralelamente a ello, desde mediados del siglo XX han ido surgiendo también numerosas expresiones de un cristianismo renovado, fresco y comprometido, que, sin negar ni renegar de su trayectoria histórica de veinte siglos, recobra el aprecio por la vida, la espiritualidad y las actitudes de los cristianos de los primeros tiempos y es, por lo tanto, un cristianismo más conectado con la Escritura, con los Padres de la Iglesia, con el celo misionero, con la libertad del Espíritu Santo, con la vida en comunidad. Y es natural que en ese cristianismo renovado resurja entonces la espiritualidad de la “dichosa esperanza” al contemplar la futura venida de Cristo.
En la actual liturgia católica del rito romano hay una hermosa plegaria — una parte del Prefacio III del tiempo de Adviento — en que se recoge esa renovada actitud espiritual de esperanza:
Tú nos has ocultado el día y la hora en que Cristo, tu Hijo, Señor y Juez de la historia, aparecerá revestido de poder y de gloria, sobre las nubes del cielo. En aquel día terrible y glorioso pasará la figura de este mundo y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva.
Allí se nos habla de Cristo, ciertamente, como Juez, y se afirma que aquel día será “terrible”, pero a la vez se dice que será “glorioso” y que, al quedar atrás “la figura de este mundo”, “nacerán los nuevos cielos y la tierra nueva”. Podríamos decir que esa plegaria esperanzada es una especie de síntesis de las dos espiritualidades: se menciona en ella el aspecto “terrible” del Juicio, pero se da más énfasis a la expectativa de “poder y gloria” en la venida de Cristo y a la certeza de “los cielos nuevos y la tierra nueva”.
Los tiempos en que vivimos se parecen cada vez más, en muchos aspectos, a los tiempos que les tocó vivir a los primeros cristianos. Por eso los cristianos de hoy vamos recobrando, y debemos seguir recobrando, las actitudes espirituales de aquellos antiguos hermanos nuestros. Una de las más importantes entre esas actitudes es la de aguardar la segunda venida de Cristo como una “dichosa esperanza”, que hace que cobremos ánimo y “levantemos la cabeza” aun cuando veamos a nuestro alrededor realidades desoladoras.