«Les ha nacido hoy un Salvador»
Cuando cursaba mi tercer año de estudios en la Universidad de Costa Rica tomé el primer curso de griego clásico, para el cual teníamos un libro de gramática y un libro de ejercicios o prácticas. Hacia el final del semestre, el libro de ejercicios nos presentaba para traducir un párrafo que, por primera vez, no era algo compuesto con fines didácticos por los autores del libro, sino un auténtico texto de literatura griega antigua. Lo que me sorprendió fue que ese texto era nada menos que un párrafo del Evangelio según San Lucas, en el capítulo 2. Era sorprendente porque, en un curso de griego clásico en una universidad secular, lo primero que se nos ponía a traducir era un pasaje del Evangelio.
Claro que es comprensible que se incluyera un texto así, puesto que el griego en que está escrito el Nuevo Testamento (el griego llamado koiné, de los últimos siglos de la Antigüedad) es bastante más sencillo que el griego clásico de los filósofos y de los poetas, y por lo tanto más accesible para estudiantes de primer curso. Aún así, ese pasaje era prueba y testimonio de que la cultura de nuestro tiempo, por mucho que se jacte de ser totalmente secular, no puede, si es honesta, desembarazarse del patrimonio cristiano que le dio origen y fundamento. Y ese es especialmente el caso con un pasaje como este, cuyo contenido pone de manifiesto que el nacimiento de Jesucristo tiene consecuencias para toda la humanidad y para todos los tiempos. El pasaje es el siguiente:
Y había unos pastores en esa misma región, que estaban acampando al aire libre y guardando las vigilias de la noche sobre su rebaño. Y se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó con su resplandor, y tuvieron gran temor. Y les dijo el ángel: «No teman; porque miren que les anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo: que les ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor, en la ciudad de David. Y esto les servirá de señal: encontrarán un bebé envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y de repente apareció con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababan a Dios y decían: «¡Gloria a Dios en lo más alto, y en la tierra paz entre los hombres de buena voluntad!» (Lucas 2:8–14)
No voy a entrar a analizar a fondo el pasaje, aunque me encantaría hacerlo. Solo menciono de paso dos detalles que me llamaron la atención al reflexionar sobre él hace unos días: que al llamar “Señor” al Mesías, el ángel está claramente haciendo una afirmación de la divinidad de Cristo; y que al final dice literalmente “paz entre los hombres” y no “paz a los hombres” como hemos aprendido a decir. También esos dos detalles podrían ser motivo de amplios comentarios. Pero en lo que quiero centrarme de aquí en adelante es en el núcleo del anuncio del ángel: “Les ha nacido hoy un Salvador.”
Lo que festejamos en Navidad es precisamente ese acontecimiento: que “nos ha nacido hoy un Salvador”. Esa es la “gran alegría” que se nos ha anunciado. En el texto griego, el ángel dice literalmente: “Les evangelizo una gran alegría.” En efecto, esa gran alegría es el evangelio, es la mejor de las noticias que la humanidad pudiera recibir: nos ha nacido hoy un Salvador, y ese es el Mesías, el Señor; es Dios hecho hombre.
Sin entrar en el ya muy comentado tema de la comercialización de la Navidad, quiero repasar brevemente tres cosas que se dicen con frecuencia en nuestra época y que, aunque se digan con buena intención, terminan por debilitar o desvirtuar el sentido de la Navidad. Una de ellas es la que define la Navidad como “el cumpleaños de Jesús”; la segunda es la que habla de “la magia de la Navidad” (o simplemente “sentir la magia”, sin usar la palabra “Navidad”); la otra es la invitación u oración a que “Cristo nazca en nuestros corazones” o “en tu corazón”.
Decir que la Navidad es “el cumpleaños de Jesús” está bien para un niño que apenas está aprendiendo a hablar, y que probablemente habrá celebrado su primer cumpleaños y los de algunos hermanos, primos o amigos. Pero muy pronto (digamos, poco después de su tercer cumpleaños) a ese niño o niña habrá que ampliarle el sentido de lo que celebramos en Navidad, y ayudarle a descubrir que su significado es mucho más profundo. Si él se queda con esa idea reduccionista de la Navidad, en pocos años llegará el momento en que deseche por completo el tal cumpleaños e incluso al “Cumpleañero”, así como desecha la idea de que hay un ratón que le trae un obsequio cuando se le cae un diente, o de que hay un viejito vestido de rojo (o tres Reyes Magos) que le trae los regalos para esas fechas. Porque a fin de cuentas, ¿qué es un cumpleaños? ¿qué es el cumpleaños de un amiguito o de un primo, o el suyo propio? Recordar una fecha del pasado, que al irse repitiendo y acumulando hace que la persona sea más grande o más vieja, y nada más. Si eso es lo que pasa con Jesús, ¿para qué celebrarle el cumpleaños?
Algo similar ocurre con la idea de “la magia de la Navidad”. Puede ser que la idea o sensación de “magia” sea sugerida por las luces, la música, los adornos, los festejos especiales, las comidas de celebración propias de la temporada, la agitación de la gente que compra regalos o que organiza fiestas, e incluso, en algunos países, los cambios en el tiempo que se dan por esas fechas. Es un hecho que todo eso favorece en los niños un sentimiento de “ilusión”, y en muchos adultos una vaga sensación romántica que, según el caso, puede desembocar en la exaltación emotiva o en la melancolía. Tal vez no sea inexacto llamar a todo eso la “magia” de la Navidad. Pero reducir la Navidad a “sentir la magia”, o incluso, como arriba decíamos, suprimir de allí la palabra “Navidad” y cambiarla sin más por “magia”, termina por dejarnos con las manos vacías. ¿Qué viene después? Quizás una especie de “resaca”, una sensación de haber estado festejando algo muy intenso pero que no nos cambia en nada y que nos obliga a reanudar muy pronto la rutina y el tedio del trabajo, del estudio y de las demás ocupaciones de la vida.
No mejora mucho el panorama con esa exhortación u oración, sin duda acuñada por algún cristiano con excelentes intenciones, que pide que “Cristo nazca en nuestros corazones”. Francamente, yo pienso que esa es una frase cursi que no tiene ningún sentido desde el punto de vista cristiano. Para empezar, se basa en el falso supuesto de que cada Navidad “Cristo nace”. Recuerdo cómo en mi infancia mi hermana y tal vez algunos primos o tíos decían que el 24 de diciembre “a las 12 de la noche nace el Niño”. ¡Como si Jesús naciera todos los años! ¡Qué tontería! Jesús nació una vez, y ya. Dios Hijo se hizo hombre una vez, y ya. En Navidad no es que “Jesús nace” (otra vez), sino que Jesús ya nació, y ese hecho único lo celebramos. Lo mismo ocurre en la Semana Santa y Pascua y en todas las fiestas litúrgicas. No es que cada Viernes Santo “Jesús muere en la cruz”, sino que celebramos esa realidad histórica y eterna de que aquella vez única murió en la cruz. Claro está que celebrar no es simplemente recordar; no es como conmemorar el Descubrimiento de América. “Celebrar” litúrgica y cristianamente implica contemplar, abrirnos espiritualmente a esa realidad de salvación y dejarnos transformar por ella, individual y comunitariamente. En segundo lugar, lo de que “Cristo nazca en nuestro corazón” es, sí, una verdad — en cierto sentido figurado — , pero que también se da una sola vez, cuando nos hacemos cristianos. Al que no es cristiano le puedo desear que Cristo nazca en su corazón, y entonces lo evangelizo y oro por él. Pero si usted ya es cristiano, entonces es que ya Cristo “nació en su corazón”; y si no ha nacido, entonces, conviértase. Por todo eso, lo de que cada año “Cristo nazca en nuestro corazón” me parece un disparate. Mejor decir: “Feliz Navidad y que te sepan bien rico los tamales”, y ya.
En resumen, cada una de esas tres afirmaciones (sin que sean totalmente falsas) desvirtúa, debilita y reduce el sentido de la Navidad.
En vez de eso, el ángel se nos presenta y nos dice: “¡Les anuncio una gran alegría que será para todo el pueblo: que les ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor!” Navidad es el acontecimiento histórico capital que transforma la realidad del mundo entero y transforma nuestra vida, si nos abrimos a recibir ese regalo. Es una noticia de gran alegría “para todo el pueblo”: el pueblo de Israel, sí, pero también todas las naciones de la tierra, todos los gentiles. Todos los seres humanos podemos beneficiarnos de esa gran alegría, de ese gran regalo: ¡nos ha nacido un Salvador! El nacimiento de ese Salvador es lo que, tal como lo proclama el coro angélico, da “gloria a Dios en lo más alto”. ¿Por qué? Porque mediante ese nacimiento se podrá cumplir el plan de amor y salvación que Dios tiene desde siempre para toda la humanidad. Es mediante ese nacimiento que podrá haber “paz entre los hombres”, es decir, que los seres humanos podremos relacionarnos unos con otros en buen orden, en amor, en respeto, en solidaridad, de manera que ese plan de Dios se cumpla también en cada uno. Todo eso es posible porque el que ha nacido para nosotros es un Salvador, que es el Mesías, el Rey ungido, y que es también el Señor. ¡En ese nacimiento, Dios mismo se hizo un ser humano, nació como uno de nosotros, se puso a nuestro alcance para salvarnos del mal y del pecado, para impartirnos la vida misma de Dios!
De manera que la Navidad no es simple cuestión de conmemorar un “cumpleaños” o de “sentir la magia” o de que “Cristo nazca en nuestros corazones” (sea lo que sea que eso signifique). Es más bien celebrar, festejar ese acontecimiento transformador de que Dios se ha hecho hombre, de que ha venido a habitar entre nosotros para salvarnos, para llevarnos a Dios. Y como ya decíamos, celebrar, en sentido cristiano, es mucho más que conmemorar o rememorar un hecho. Es más bien apropiarnos de esa realidad histórica y espiritual, hacerla nuestra, “meternos” en ese acontecimiento, en ese misterio, y aprovechar al máximo lo que Dios tiene para nosotros y puede hacer en nosotros. Y si de veras nos apropiamos de esa realidad, si nos sumergimos en ese misterio de Dios hecho hombre, podremos darle gracias a Dios, alabarlo como los ángeles, entregarnos a él, darle culto, obedecerle, llevar la vida como él quiere que la llevemos. Todo eso va incluido en el hecho de celebrar.
Entonces sí, ¡festejemos, gocémonos, comámonos el tamal y tomémonos el rompope, demos regalos, cantemos, bailemos, cenemos en familia, oremos juntos, vayamos a la iglesia, celebremos en comunidad! Porque se nos ha anunciado la mejor noticia, que es digna de la máxima celebración: ¡Ha nacido para nosotros un Salvador, que es Cristo, el Señor, una gran alegría para todo el pueblo!